jueves, 12 de septiembre de 2013

Reformar la Educación (I)

Lo que más me duele de las diversas reformas "estructurales" que se han venido anunciando y discutiendo en los meses recientes, es la división social que están consiguiendo. Como si el tejido social de nuestro País no estuviese suficientemente lastimado, el modo en que se están presentando los debates de ciertos temas han venido acentuando una dolorosa división de clases. Los pobres, los ricos y los clase media que no terminan de entender si están a un paso de unirse a los de abajo o de acceder finalmente al terruño de los de arriba.

La peculiar combinación de una reforma educativa que tiene en las calles a tantos manifestantes, con una reforma hacendaria que lastima intereses —y bolsillos— de una parte importante de la clase media, ha sacado a relucir un inusual debate público en torno a la escuela oficial y la educación que está en manos de los particulares. Para tristeza de muchos —entre los que me cuento— el debate no está enfocándose precisamente a cómo hacerlas mejores a ambas, sino que ha desatado cuestionamientos y reclamos mutuos, desde perspectivas las más de las veces egoístas, poco solidarias.

En estas líneas intento aprovechar que el debate se ha colado en la escena para reflexionar sobre la problemática de la educación en sus conjunto, admitiendo que mi experiencia profesional —y de vida— me permite hablar quizá con mayor conocimiento de causa de la escuela privada, aunque la pública en modo alguno me es ajena. Las ideas son muchas y trataré de exponerlas en dos partes.

En esta primera entrega, exploro primero el contexto general donde ubico el problema e intento después un acercamiento inicial al asunto del dinero.


Un problema de números

Reducir el problema de la educación a unos cuantos números es peligroso. Como en cualquier otro ámbito, el uso de indicadores para explicar la realidad o la complejidad de un problema, es siempre arriesgado y nos deja ante la posibilidad de decir lo que queramos. Según se mire, un indicador puede ayudar a una persona a defender cierta decisión mientras el mismo dato en manos de su oponente se traduciría exactamente en lo contrario.

Pese a ello, podemos admitir que con un poco de esfuerzo y apertura mental, uno puede lograr interpretaciones más legítimas que otras. Eso he intentado hacer desde el domingo que se publicó el Paquete Económico 2014: entender con base en los números presentados por el gobierno, cómo se pueden justificar ciertas propuestas. Leamos el siguiente ejemplo, del apartado donde se explica la decisión de gravar con IVA los servicios de enseñanza:

Para avanzar en el objetivo de que la incidencia del pago de impuestos se concentre en los hogares de mayores ingresos, se propone a esa Soberanía eliminar la exención en el IVA a los servicios de educación. Esta medida se plantea considerando que el 39% del gasto corriente monetario en educación de los hogares se concentra en el 10% de los hogares de mayores ingresos, mientras que sólo 1.5% corresponde al 10% de los hogares de menores ingresos.

Con esta medida se amplía la base del IVA, ya que actualmente la prestación de estos servicios está exenta y se logra mejorar la progresividad del sistema impositivo, así como contar con mayores recursos para programas de gasto público directo en favor de la población de menores ingresos.
Al final me he dado por vencido en varios casos, pues resulta evidente que los datos propuestos —al menos en el par de temas que personal y profesionalmente más me interesaban— son parciales y bastante confusos.

De acuerdo con las estadísticas de la Secretaría de Educación Pública y del INEGI, si  medimos por número de alumnos atendidos, la educación de sostenimiento privado representa alrededor de un 12 por ciento del total del país, considerando todos los niveles (básica, media superior, superior). Si centramos la mirada en educación básica (preescolar, primaria y secundaria) el porcentaje disminuye ligeramente, para rondar el 10 por ciento.

La proporción, sin embargo, no es consistente en todo el país. En el Distrito Federal, por ejemplo, se concentra un mayor número de escuelas particulares, a grado tal que éstas atienden a poco más del 20 por ciento de los alumnos de nivel Primaria. Por el contrario, en entidades como Oaxaca y Chiapas, la educación privada representa cuando mucho un 2 por ciento. 

Hablando de números, resulta interesante explorar el costo de la educación privada en el País. A lo largo y ancho del territorio nacional, es amplísima la gama de colegiaturas que cobran las instituciones, desde el Preescolar hasta el nivel de Posgrado. Uno puede pagar un programa completo de doctorado a menor costo que un par de meses de colegiatura de Primaria en ciertos colegios de la Ciudad de México.

Lamentablemente no tengo a la mano fuentes que me permitan afirmar con certeza cuál es el costo promedio de una colegiatura de Primaria o Secundaria en una escuela privada, pero lo cierto es que la media no es el mejor indicador para estos casos, siendo que en la Sierra Tarahumara operan escuelas sostenidas con recursos privados que cobran cuotas casi simbólicas a sus alumnos, mientras que algunos pagan por un ciclo escolar de preescolar más de lo que ciertos chicos pagarán por toda su educación universitaria. 

Así pues, parece claro que hablar de "las escuelas particulares" de México, como si se tratase de un conjunto relativamente homogéneo, resulta poco sensato, por no decir absurdo o ridículo.


"Vamos a poner una escuela"

No sé cuántas veces he escuchado esa propuesta de boca de familiares, amigos y desconocidos, pues hace tiempo que dejé de llevar la cuenta. Prácticamente todos los que me lo han sugerido o insinuado, se apoyan en una premisa que consideran inapelable: una escuela es muy buen negocio.

Negar que muchas escuelas son negocio —y algunas un negocio muy bueno—, sería mentir. Como también sería falso decir que todas nacen con un fin de lucro y todas buscan enriquecer a sus fundadores. También sería injusto negar que muchas de esas escuelas están aportando algo a la sociedad, supliendo en muchos casos una obligación que el Estado solo no es hoy capaz de cumplir.

Poner una escuela, como sugieren muchos, puede entonces ser buen negocio, pero está lejos de ser el más fácil. Si de hacer dinero se trata, muchos predios que hoy ocupan escuelas, serían más redituables para sus dueños si pusieran un estacionamiento o una plaza comercial. 

Quizá el asunto no debería estar en discutir la legitimidad de la educación como un modo de subsistencia o incluso de generación de riqueza. El asunto es mucho más complicado que eso. La tragedia de la escuela privada tiene mucho más que ver con la visión de mundo y el nivel de compromiso social que se inculca a los pupilos en las aulas. Claro: no niego que si ese compromiso existiera y las acciones de la escuela hicieran eco de ello con congruencia, muchas escuelas estarían obligadas a reducir los márgenes de utilidad con los que operan.

Lo cierto es que una escuela para operar, como cualquier otra institución, necesita recursos. Eso lo saben no sólo los que administran colegios privados, sino también los directores de escuelas oficiales que con frecuencia se ven en la necesidad de obrar milagros para conseguir mantener en pie las instituciones a su cargo. No más cuotas, fue uno de los principales gritos de batalla del Partido Verde durante la campaña presidencial de 2012. Reclamo legítimo a una cuestión que es inadmisible a la luz del artículo 3º constitucional, pero comprensible ante la triste realidad de las escuelas públicas del País.

De esta cuestión del dinero quisiera partir en una segunda entrega para explorar algunas ideas en torno a la calidad de la educación en ambos modelos —el público y el privado— y finalmente tratar de llamar a la urgente necesidad de vincularlos y hacerlos corresponsables.  

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